Todo Tiene Su Precio
María de la Mora @delamoralasa
Cómo disfruté ese fin de semana en Valle de Bravo con mis amigas. No me quité el traje de baño en dos días, dormí con él. No los conté, pero seguramente fueron más de 100 los mangos enchilados que precedieron a las 8 quesadillas de queso manchego Nochebuena y que, claro que sí, dieron pie a unos 20 Frinuís (¿quién los inventó? ¡Qué poca madre!) combinados con bastantes enjambres de chocolate de todos los tonos. Por supuesto, todo esto fue rociado por unas ¿cinco?, botellas de Whispering Angel. Abanico tremendo que sirvió de antesala a las más profundas disertaciones sobre una frase, una en concreto, de Pablo Alborán, que escuchamos atentas, y un tan insistente como infructuoso intento por imitar la coreografía de esa canción de Karol G que ama la hija de mi amiga.
Fue el equivalente a las sesiones de terapia de un mes. Solo que al día siguiente nomás no me pude levantar. Me dolía desde el alma hasta la uña del dedo gordo, y también ahí donde se encuentra el orgullo más profundo. Me enfermé del estómago, las rodillas me crujieron tres días y la cruda emociofísica me duró una semana o tres. Pero eso fue lo de menos: mis jeans talla 6, esos que me salvan cuando me baja, no me cerraron durante varios días. Todo tiene su precio.
Pensé en eso, lo del precio, el fin de semana después, cuando me fui de puente a la casa de playa a la que voy desde niña. Asistentes: Mis papás, mis dos hijos, mi sobrino de 17 y la novia de mi hijo mayor (gracias al cielo, para entonces vencí la barrera de los jeans talla 6 y tras mucho Pilates logré reconquistar la dignidad del bikini). También todo esfuerzo tiene su recompensa.
Para el puente en la playa, un nuevo dilema que llega cuando todos en la casa empezamos a crecer: ¿cómo vamos a dormir esta vez? Cuando me cayó el veinte de que el precio de darle su lugar a mi hijo mayor y a su muy formal y querida novia (que es lo que corresponde dentro de las familias que pretendemos acercarnos a ser funcionales) era quedarme sencillamente sin cuarto (¿compartir con sobrino de 17 e hijo de 15 para dejarles a ellos el derecho normal de gente civilizada de compartir lecho?, ¿dormir con ellos?, ¿con mis papás? ¡Ja!). Dilema. Pasé horas al teléfono con mi mamá: "Es que si tuviera señor a mi lado, mamá, no habría tema. Qué ironía". A lo que la señora que me parió y que comparte vida con un señor de 80 años, o sea, mi papá, me contestó —digiriendo sus propios temas—: “¿En serio crees que tener pareja te da privilegios?… Yo tendré el cuarto de la cama grandota, pero la que va a hacer lo que le dé la gana vas a ser tú”. Todo tiene su precio. Incluido el tener pareja. Y vaya qué precio.
Casi siempre que llega el día de entregar esta columna (y otras que he escrito en la vida) termino escribiendo sobre temas de pareja. Síndrome del impostor a todo lo que da. Soy bastante inexperta; es una materia a la que, con los años, encuentro más aristas y siempre tengo muchas más preguntas que respuestas. Será por eso que escribo sobre esto.
Cuando tenía la edad de mis hijos no cabía la mínima duda de que algún día me casaría. A nadie nos cabía la mínima duda.
No solo era lo esperable (como tener un título universitario, no terminar en la cárcel y respirar), sino que era la ruta fundamental y segura hacia la felicidad, de acuerdo a mi criterio. Era el premio mayor.
Mi mente adolescente y después veinteañera no concebía la foto de mi futuro sin una boda de por medio. Boda y todo el paquete del amor-amor: viajar juntos, vivir fuera, pintar las paredes de la casa del color que nos gustara a los dos, hacer brownies y caminar de la mano. Dibujé las escenas en mi cabeza millones de veces.
Nadie nunca me dijo, y si sí lo bloqueé, que esos snapshots son la puntita de un iceberg que tiene un universo masivo bajo el agua. No se habla del trabajo duro, la paciencia, las renuncias, las negociaciones, la necesidad de tragar camote muchas veces para no discutir (de nuevo), las dinámicas con las familias políticas, los celos, las infidelidades, los temas de dinero.No se habla de que la complicidad hay que trabajarla, que un día tu persona deja de gustarte o te gusta diferente, que el sexo se puede convertir en una monserga rutinaria (o en los peores casos en un desbalance que se convierte en rechazo y por ende en un dolor espantoso para la autoestima), que una indiscreción puede terminar con la confianza de años y dejar hechos irreparables en el corazón, que si quieres seguir ahí, a veces toca una lloradita rápida en el baño y salir sonriente a servir el pavo.
Es decir, en esa idea del amor eterno, poco se hablaba de la masa y mucho del betún.
No voy a caer en la diatriba de la soltera eterna y reivindicada jamás (si lo hago, por favor déjenme de leer y avisen a las editoras para que me despidan), mucho menos de las feministas (esto, esta vez, nada tiene que ver con el género, va parejito). Partamos de la base de que cada mundo es uno propio y que al escribir es imposible despegarse de la experiencia personal. A mí la vida me mandó la tarea extra en este menester del amor romántico y la pareja, quizá porque me hago demasiadas preguntas. Qué necia. No escribo esto para defender en dónde estoy o he estado: claro que creo en el amor (uf, y tanto), solo dudo de las eternidades y reflexiono sobre los costos y beneficios porque ya no estoy en edad de soñar despierta.
Es posible que no tenga pareja por… ¿egoísta? ¿narcisista? ¿comodina? Hace poco un buen amigo (que debe estar cumpliendo 30 años de casado: matrimonio perfecto, con sala retapizada anualmente, throws de cashmere, perros e hijos laureados) me preguntó si estaba lista ahora sí para “echarle ganas”.
Me quedé sin respuesta unos segundos. ¿Era oferta de chamba o intención de presentarme a alguien? ¿Cómo que “echarle ganas”? ¿yo? ¿no sería al revés? ¿Lista para caer en blandito? ¿Que alguien más le eche ganas? Me dejó pensando y por eso se los cuento.
Lista ahora sí para echarle ganas. Todo tiene un precio. Tener pareja es lo difícil, ser soltera es facilísimo y acostumbrarte a esa deliciosa comodidad, mucho más fácil. Nos empeñamos en idealizar para no cuestionarnos: las solteras están tristes, rotas, solas. Las casadas están plenas, radiantes, completas. ¿Sí? ¿No será más bien que las casadas son menos egoístas y trabajan más duro? Qué faena más tremenda y ardua. Supongo que en esto de la consistencia aplica aquello de “unas por otras”.
¿Qué cómo terminó mi puente familiar en la playa? El hada de la soltería (o una muy eficiente administradora del condominio) acondicionó un improvisado cuartito para la pareja veinteañera, y la señora de la casa (o sea, yo) ocupó cuarto de “cama grandota” y salió a cenar todas las noches sin pedir permiso ni negociar con nadie. Unas por otras. Todo tiene su precio (todo).
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