The Leftovers
María de la Mora @delamoralasa
Drew Barrymore tiene razón en escupir el café de la risa. A todo aquello (no solo las apps) que se agrupa en el territorio de las opciones masculinas en la escena del dating post 45 se le debería titular “The Leftovers”.
No hay una verdad de final de año más verdadera y contundente. Tenemos pruebas. No siempre cotejables, porque en el análisis (profundo en ocasiones) de aquello que a las solteras de cincuenta “nos corresponde” no siempre hay consenso femenino.
Es decir, hay amplios rangos de flexibilidad y ganas mayores o menores de encontrar ¿el qué?... Ahhh sí, sí, el amor.
Ya sé, ya sé qué soy una amargada. “Destructora del amor” me dicen en mi casa. Lo de forever alone ya a estas alturas suena light. Una de las mejores cosas de los meses de cierre de año son las comidas y cenas en donde, de forma más o menos random, se junta una buena muestra de mujeres solteras y, claro, con la edad la misma no solo va aumentando, sino sumando más y mejores historias. Tantas que podríamos escribir tomos, secciones temáticas, mejores y peores prácticas. Se me ocurre hasta una premiación, imagino el jurado y los acusados. Sería un éxito para Netflix.
El punto de partida, es decir, el planteamiento de por qué levantarte de una sobremesa de amigos o cambiar las pantuflas de lana y la serie de Cuarón por los (antes hubiera dicho stilletos pero hoy no sé… ¿mocasines?) y tener la valentía de aceptar una cita a ciegas es siempre el mismo: las ganas. Ahí empieza todo. Incluida la distorsión.
Primero hay que analizar quién te organiza el date y por qué. Tengo amigas admirables que tras unos 376 intentos siguen comentando en los lockers del gimnasio, el salón y los clubs de libro que “claro que les encantaría encontrar una buena pareja”.
Aquello que a los 30 era “para formar una familia”, hoy a los 50 se convierte en “para acompañarnos en esta etapa de vida”.
En ocasiones, estas amigas que son una especie de hadas de Peter Pan, Campanitas pues, son tan elocuentes en su argumento que la manicurista, la desconocida del pilates o la cuñada de la vecina, sacan un flamante as de la manga: “¡Ay, es una monada! Verás. A ver, pásame tu cel”. Y ahí comienza el principio del fin. O, bueno, la fantástica aventura que da, de menos, para escribir estas cosas que escribo.
En la comida de ayer, por ejemplo, el rosario de anécdotas alrededor de los leftovers del año -y sus carcajadas de guarnición- se desató con un ingenuo: “Ana, qué tal que X se casa”. Las miradas de 20 mujeres encima de la que suelta la noticia. “¿Cómo?, ¿ese era el de la máscara de apnea, ¿no?”. Las mismas 20 miradas ahora encima de la cabecera opuesta sobre la que aporta el dato. Lo primero que pasa por mi mente es: “¿Máscara de apnea?” Y una imagen que supera los últimos 15 minutos de The Substance se apodera de mi alma. Un escalofrío recorre mi espalda.
“¡Ajá. Ese. ¿Cómo que se casa?, ¿Coooooooon?”. Miradas, las 20, sobre el celular de la que trajo la noticia a la mesa y la foto de perfil del sujeto con una sonriente damisela. “Ana (aka Campanita) recuérdanos cuál era ese”. Y aquí es donde Cuarón se haría de oro (más todavía): “Era ese que se refería a sí mismo en tercera persona y se ponía la mascarita post coito para poder respirar”. La de verde hace memoria: “Claroooo, el que hacía gran alarde de que su pastillita era la amarilla y no la azul porque ya había tenido un par de infartos”. Bingo: exhibit A. Sujeto letfover No. 78/Año 3.
El asunto es que el revuelo y la petición al mesero de abrir otra botella de Albariño se desataron. Yo solo pensaba en la pobre mujer que se casa: lidiar con los cables de la máscara; hay que ser excelente persona. Y tener muchas ganas. Yo la felicito.
Como tras toda exhibit A, hay al menos veintisiete letras del abecedario para catalogar pruebas para la tesis de los leftovers, la sobremesa se convirtió en un “No… Pérense que les cuento de mi último”.
Compañeros de Prepa aburridísimos en sus matrimonios de 25 años que se presentan como “muy felizmente casados” en las reuniones de generación del colegio para inmediatamente después enviar DMs por Instagram a todas las que a sus 50 “siguen enteras”, como dirían algunos. Solteros que a sus 55 viven en casa de “su mami” para “cuidarla”. Divorciados que comen todos los miércoles en la casa de Las Lomas donde viven sus hijos, y por supuesto la mamá de los mismos, “para que los chavos no sientan feo el divorcio” (“los chavos” a estas nuestras alturas, generalmente tienen 17 y 19 años y quieren todo menos comer con sus papis). Recién divorciados que prenden tantas velas que parecen ofrenda de iglesia de Puebla mientras niegan a la novia oficial que, por supuesto, quiere casarse y “darles” otros 2 hijos. Abogados o banqueros exitosos que se quedan en la primera cita porque la mujer en cuestión osó querer pedir ella solita lo que quería cenar (con lo caballeroso que es pedirle al mesero por los dos, sin preguntar).
Insisto, podríamos hacer una catalogación darwiniana.
“Mi más reciente huida tuvo que ver, sobre todo, con una cuestión de vida o muerte”, dice la de azul. Miradas hacía el extremo derecho de la mesa. “Claro, cuéntales del AA al que ibas a ver a…. ¿dónde?... Hacías hora y media para llegar a su departamento”. “¡Ese! Vivía en Tultitlán arriba de su fábrica de anticongelante. Pero cuando vi que justo encima del espacio al que él se refería como ‘su cuarto’, había un tanque de gas del tamaño de este comedor… Es que ni me despedí”. Todas imaginamos el titular del Alarma tras la explosión de aquella fábrica y lo que hubiésemos tenido que inventar para salir del paso con un obituario digno para nuestra amiga.
El mata risas llegó cuando otra soltera del grupo soltó un: “No pues les ha ido perfecto. A mí me dejaron botada en un sushi”. “¿Cómo?, todas en coro. “Lo conocí en Bumble que es muuuucho mejor que Tinder. Pasó por mí: guapo, simpático, atento, listo. Pedimos, hablamos de todo. Fluimos perfecto. Cuando íbamos a la mitad de la comida, me levanté al baño. Regresé y la cuenta estaba pagada y la mesa vacía. Mi maquillista dice que seguramente estaba casado y se topó con alguien”.
Menos mal que Bumble es muuuucho mejor que Tinder. Ojo.
“Ya María, no escribas de estas cosas… ¡La gente va a tacharte de man hater!” me dirá más de uno al leerme. Y es que no, juro que no es eso, solo me impactan las ganas que tienen mis amigas. Y las celebro.
Y diré algo; necesitamos, Hilde, en esta columna, un “he said”. Porque… ¿Se imaginan lo que dirían ellos, cincuentones, en busca de eso que no sabemos bien a bien qué es?
La obsesionada con no envejecer, la que hace maratones por no aceptar que tiene mucha energía mal canalizada, la que trae el Vera Wang en la cajuela a costa de lo que sea, la que pide lo más caro del menú para solo jugar con el tendedor en el plato durante toda la cena, la que habla de ella y de ella y de ella, la que busca más un ATM que otra cosa, la que por guapa cree que ya llenó todas las casillas y se convierte en estrellita de mar sin necesidad de aportar extras a la mesa.
En fin. Destructora del amor, no sé; pero absoluta fan de quiénes a los 50 siguen intentando. Sin duda me declaro incondicional.
María de la Mora
Comments